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Diego Covarrubias

Teresa


La decisión del jurado fue unánime: la parte acusada —o sea, yo—, debía abandonar inmediatamente tres recuerdos muy específicos hospedados en la memoria de la parte acusadora —o sea, Teresa—. “Allanamiento de recuerdos” era el término técnico de lo que se me hallaba culpable, y según mis abogados, la pena podía ir de seis a ocho meses de prisión o bien cuarenta y siete latigazos en la espalda. Me daban una semana exacta para solucionar el problema o afrontar las consecuencias. Los tres recuerdos que tenía que abandonar eran: la pérdida de la virginidad, un comentario ofensivo y una supuesta infidelidad.

Recapitulé. Conocí a Teresa en el parque de nuestra colonia, donde ambos paseábamos a nuestros respectivos perros. Yo, de constitución híper paquidérmica, a un frágil y tembloroso chihuahua, y ella, menudita como lirio de agua, a un corpulento y robusto gran danés. Mientras nuestros perros se olisqueaban las colas con el frenesí propio de su raza, Teresa y yo platicamos de lo paradójico de nuestra morfología en relación al tamaño de nuestras mascotas. De esa plática pasamos al clima, y del clima brincamos a temas más íntimos: ¿Hace cuánto vives en Cancún?, ¿Soltero?, ¿Divorciada?, ¿A qué te dedicas?, ¿Te gusta leer?, ¿Qué tipo de libros?, y así, hasta quedar lo suficientemente anudados en nuestras confidencias como para citarnos de nueva cuenta en el parque “un día de estos”. Dirán que soy chapado a la antigua, pero prefiero conocer a una mujer en un parque a media mañana, que en un bar a mitad de la noche y con tres whiskies transitando alegremente por mis venas.

El “día de estos” se convirtió en el siguiente viernes, y luego en miércoles y finalmente en el siguiente sábado; en el que la plática emigró de la banca de cemento del parque al sillón de mi departamento, y los dos perros mutaron en dos copas de vino. Una cosa llevo a la otra y a la mañana siguiente, Teresa se despertó en mi cama con una sonrisa de oreja a oreja y el ánimo dispuesto para prepararme un delicioso desayuno que compartimos en mi cama viendo una película en Netflix. Nunca hubo mención ni evidencia alguna de una supuesta pérdida de la virginidad. Después del desayuno, Teresa se vistió con los mismos leggings que usaba el día anterior, y yo, desconocedor de los misterios de la mente femenina, le dije que me encantaba la forma en que esa prenda elástica apretaba y afirmaba sus bien delineadas curvas. Una sombra cruzó por su rostro, como si una bandada de zopilotes oscureciera su ánimo. No le di importancia al hecho, ni mucho menos lo relacioné con mi comentario, que a mi entender tenía más de halago que de crítica. Teresa terminó de vestirse y cuando abandonaba mi recámara le dije: “Nos vemos mañana en el parque”. Contestó con un “Ajá” tan frío que me hizo estornudar.

Las siguientes dos semanas no vi a Teresa. Pensé que no coincidíamos por diferencia de horarios y cambié dos o tres veces mi rutina, adelantando o atrasando mis paseos, pero de Teresa ni sus luces. Supuse que había salido de viaje o que quizá estaba enferma y no le di importancia a su ausencia, confiado en que tarde o temprano nos volveríamos a encontrar. Y así fue. O al menos así pudo ser. A los pocos días la vi a lo lejos entrando al parque por una calle diferente a la habitual. Yo platicaba inocentemente con otra vecina acerca de las inclemencias del tiempo. Teresa me vio, fingió no verme, y en un desplante lleno de drama se dio la media vuelta y desapareció calle arriba. “¡Teresa!”, alcancé a gritarle, pero mi grito se quedo anidado entre los frondosos flamboyanes y supongo que le llegó atenuado por los cánticos de los jilgueros y el espantoso ruido de los motores de los coches.

Tres días después recibí la demanda. Mi primera reacción fue de sorpresa y llegué a pensar que se trataba de una broma, pero al consultar con mis abogados me di cuenta de que el asunto iba en serio, y que tenía que responderla. Al hacerlo, mencioné con claridad los atenuantes que según yo me eximían de cualquier responsabilidad: imposible saber que Teresa era virgen, mi comentario acerca de lo ajustado de sus leggings en ningún caso implicaba una crítica a su esbelta figura, y, por último, la vecina con la que me había visto platicar estaba casada con un amigo mío y, además, era bizca. Ninguno de estos argumentos sirvió para cambiar la sentencia del tribunal. “Señores del jurado”, les dije, “Tomen en cuenta que yo nunca quise alejarme de Teresa, al contrario, nada me haría más feliz que empezar una relación con ella”. “Es más”, enfaticé, “Si por mi fuera, firmaría un contrato de arrendamiento para vivir por lo menos diez años en su memoria, y después, a ver qué pasa”. Los señores del jurado encontraron razonable mi petición y a los dos días regresaron para darme la noticia de que Teresa aceptaba, con las reservas propias del caso, mis condiciones.

Empezó así una relación que, como los políticos en campaña, prometía. Después de aclarar los malentendidos, regresamos a las citas en el parque, a los olisqueos de nuestros perros, a los desayunos en la cama, a las películas de Netflix. Incluso nos hicimos amigos de mi vecina bizca y dos o tres veces organizamos cenas sabatinas con ella y su esposo. Las cosas parecían marchar sobre ruedas, pero, como siempre ocurre, lo que uno piensa no siempre se ajusta a la realidad. A los cuatro meses empecé a ver que el ímpetu de Teresa declinaba y que inclusive, su brioso gran danés dejaba de olisquear la cola de mi tembloroso chihuahua. Las citas se espaciaron en el tiempo y empecé a recibir correos de Netflix invitándome a conectarme con mayor frecuencia a la plataforma. Un día —creo que fue un martes—, Teresa me anunció su deseo de terminar nuestra relación. “No eres tú, soy yo”, me dijo, como si eso fuera una justificación válida. A partir de ese momento su recuerdo se instaló de forma permanente y dolorosa en mi memoria, inutilizándome para cualquier otra cosa que no fuera pensar en ella. Después de consultar con mis abogados, presenté una demanda ante el tribunal exigiéndole abandonar inmediatamente todos los recuerdos que tenía de ella. “¿Teresa le hizo perder su virginidad?”, me preguntaron. “No”. “¿Teresa le hizo algún comentario ofensivo?”. “No”. “¿Teresa le fue infiel?”. “Que yo sepa no”. “¿Qué recuerdos son los que quiere que Teresa abandone?”. “Todos” contesté. “¿Cómo que todos?”, me preguntaron con incredulidad. “Así, tal cuál como lo oyen, todos”, concluí.

A los pocos días llegó la respuesta del tribunal. La demanda no procedía porque al parecer la legislación del amor no establece responsabilidad cuando las mujeres dejan de estar enamoradas. “Déjenme ver si entiendo”, les dije a los señores del jurado, “A mí se me encuentra culpable de delitos que ni siquiera me enteré que cometí, y al mismo tiempo la ley me desampara ante los vaivenes emocionales del corazón de una mujer, que es el objeto más misterioso que existe en el universo”. Los miembros del tribunal manifestaron entender mi inconformidad, pero se declararon incompetentes para proceder. “Dele tiempo al tiempo”, me recomendaron, “y después búsquese otra mujer, está cien por ciento probado que un clavo siempre saca a otro clavo”.

Apelé sin éxito la sentencia. Y luego hay quien dice que la justicia es justa.


 

Diego Covarrubias


Diego es chilango de nacimiento, pero ha echado raíces en el suelo poroso de la península

de Yucatán. Desde hace dos años es miembro del taller de escritura de Malix y participó en

el colectivo de cuentos de 2020. Bajo el sello de Malix Editores publicó un libro íntimo

titulado “Entre la memoria y la imaginación”, y algunos de sus cuentos han aparecido en

medios digitales e impresos de la ciudad de México, Cancún y Mérida. Ganó el segundo

lugar en el primer concurso estatal de cuentos “Rafael del Pozo y Alcalá” y también ha

participado en el taller de escritura de Oscar de la Borbolla y de Beatriz Escalante.

Declara que la única responsable de sus escritos es la imaginación, que, como la humedad

en las paredes, ha invadido hasta el último rincón de su cerebro. Su única intención cuando

escribe es divertirse, y de ser posible, divertir.

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