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Alejandro Mársico

Origen



Mi trabajo en casa siempre fue cuidar a mi abuelo, quien pasaba la mayor parte del tiempo recostado en su cama matrimonial, durmiendo, del lado que siempre estuvo, como suponiendo un abuso tocar el espacio donde estaba mi abuela. Largo pero no tan alto como antes, pelo en esas canas y en todos lados, cera que parece semisólida miel, cayendo suavemente. Eso es lo que él era: magnífico.

Entrar en su cuarto, la causticidad de la orina, la humedad y el calor de ventanas nunca abiertas con calefacción siempre andando, era imponente. Ahí acostado, inmóvil, era como un rey, al que todo aquel que entraba a sus dominios debía acudir para obtener absolución. Él podía llamar desde cualquier distancia, con una potencia sin edad, a que concurriéramos a su habitación: era glorioso, yo lo admiraba.

No se le quiso poner en un geriátrico, “dinero perdido” escuché una vez, pero aun así la idea surgió en varias oportunidades. Siendo yo más joven o incapaz de realizar ciertas tareas escuchaba: “tal vez estarás mejor en un asilo”, pero él no quería, sabía que “eso” era un geriátrico, un “centro para mayores de edad” le sonaba mejor, pero no quería engañarse porque sabía que “eso” sería el mismo lugar: se llamaba “Nadir”, qué clase de hijos de puta llaman a un geriátrico “Nadir”, lo oía decir a menudo.

Cuando no dormía, leía, ya no clásicos, ya no buena literatura, pero sí una cantidad asombrosa incluso para quien tiene todo el día, todos los días para dedicarse a una sola actividad. Durante las instancias en que despertaba, hablábamos. Él recordaba mucho todavía de la buena literatura, más de lo que yo podría saber a mi edad, al menos. Me daba una descripción, que creía certera, de toda época y género: épica, literatura renacentista, realismo, Dickens, literatura fantástica, rococó; hasta el último momento que tomó con pasión y seriedad, me hablaba de Asimov, de Philipp Dick. Me contaba historias que ahora noto inverosímiles, “fui capitán en la Primera Guerra Mundial, esa fue la Gran Guerra”, tal vez mentiras que a alguna inocente joven de los años cincuenta podría atrapar: estoy seguro de que era un dandy.

También creo que ponerse en el centro de la historia era su forma de enseñarme a conocer el mundo. Eso me irritaba. A veces lo escuchaba hablar en sueños sobre alguien a quien había engañado, a veces lo hacía despierto, hablaba de sus hijos con despecho, sobre cosas que hasta mi conocimiento no habían sucedido, con lenguaje que parecía anticuado. Yo temía por él, tan majestuoso que se veía en fotos, tan propenso a desaparecer, cada noche le decía buenas noches y tenía miedo a que dependiera de mí mantener su recuerdo. Sé que él me quería porque me llamaba por mi nombre, lo que me hacía sentir cálido y seguro.

Al menos él tenía una nostalgia que vale la pena, ¿qué nostalgia podré tener yo? ¿Por Pókemon? ¿Los Backstreet Boys? ¿Por lo desactualizada que parece ahora You’ve Got Mail? Actualmente la nostalgia es un negocio. Querer recuperar algo de la juventud. Y yo no seré parte de ello.

Mi trabajo era limpiar todo lo que no fuera su cama, lo que era prácticamente libros. Los limpiaba uno por uno mientras dormía y en su lucidez tenía la oportunidad de que juntos decidiéramos cuáles de ellos se quedaría y cuáles se irían, dándole espacio a las nuevas adquisiciones compradas por medio del Reader’s Digest; esa literatura sin cohesión política ni cultural, solo económica, de lo que se vende, la nada, en la que incluso lo que uno dice, si fuera renombrado, se publicaría por esa afición al morbo autobiográfico.

Fue él quien me llevó a debutar. Cuando solo el año anterior había dejado de coleccionar figuritas, el mismo año en que recibí mi primer beso. Todavía había mujeres en las esquinas del centro de la ciudad a plena luz del día, generalmente de procedencia extranjera, de países limítrofes. Iban cambiando pero eran siempre las mismas. Tenían una especie de trato con el hotel de la esquina, un descuento, supongo.

Hablarles hubiera sido paralizante. Me senté en el borde de una gran maceta, mirando para otro lado, mientras este seductor hacia su trabajo. La mujer se acerca, “hola, lindo”, yo callado, me guía arriba, sin necesidad de conquista, sin necesidad de que sepa quién soy, si soy una buena persona o alguien que sería capaz de conseguir esos favores por su cuenta. Y así se fija una tradición de falsa seguridad.

Lo que percibo con la perspectiva de los años que pasaron es que durante mi niñez yo cambiaba prácticamente todos los días, aprendiendo, nutriéndome, mientras él permanecía igual, hasta que murió. No sé qué hacer con esa información.


 

Alejandro Mársico


Nació en Capital Federal, Argentina en 1990. Es Editor, Licenciado y Profesor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente trabaja en la Secretaría Académica del Colegio de Abogados de San Martín. Esta es su obra publicada en distintos medios: cuento digital “Filtro”, en https://larevistamiseria.wordpress.com/2021/01/01/62-filtro/; poema “Perdóname”, seleccionado por Ediciones Afrodita para formar parte de la antología poética Letras Enamoradas; cuento “Basura”, en https://herederosdelkaos.blogspot.com/?m=0; cuento “Rastitas”, seleccionado por la editorial Acuarela Humanística de la Universidad Autónoma del Estado de México para formar parte de la antología Se hacen amarres de… amor propio; cuento “The woman with the white rose”, en samfiftyfour, issue 1: September 2020; cuento “Un público muriendo”, en https://lelefanteazul.blogspot.com/; monólogo “Haiku”, en el Edinburgh Spanish Film Festival.

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