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Salvador Montediablo

Nunca nadie me cree




Me encontraba en el banco, de repente que llegan unos asaltantes a robar a las señoritas cajeras y a los pobres clientes, me quitaron mi celular y la cartera, cuando llegué a casa no me creyeron y me acusaron de vender el celular y de gastar lo poco que iba a depositar en caguamas y en las damas de la esquina con poca ropa que se ponían cuando la noche borracha comenzaba a cantar. Le dije a mi ama que me creyera, me dijo que ni madres, que tenía que trabajar para pagar ese celular que ni mío era. No madre, no me haga esto, tiene que creerme, mañana va a salir en el periódico, le dije, ándale pues que no me creyó y me mandó a trabajar ese mismísimo día al rancho, donde me pusieron a darle de comer a los cerdos: en una de esas que a un cochino se le atora una piedra y se pone a dar de patadas, en una de esas patadas que rompe el seguro de la puerta y que se escapan todos los diez marranos que estaban ahí, fui corriendo y le dije a mi tío (dueño de los animales) lo que había pasado, ándale que no me creyó ni madres y me mandó a buscarlos a todos, a mi solito, entre todo el monte, entre todas las casas de adobe, entre todos los surcos sus chingados diez cochinos, al primero lo encontré ahí casi por la puerta, fue el que se tragó la piedra y se murió, llevaba uno. Fui caminando preguntándole a la gente que si no habían visto los marranos de mi tío, ellos negaban sospechosamente haberlos visto, seguí mi camino hasta que llegué a una tienda donde entré por un refresco, no me vas a creer pero escuché a uno de los cochinos, entonces que le preguntó que si no había visto algún cochino extraviado al señor de la tienda, el cual dijo tajantemente que no, se volvió a escuchar el cochino que con la trompa olía algo probablemente apetitoso, le dije que me diera el cochino, el señor se ofendió, me dijo alburero y me sacó de la tienda, cayendo sobre la tierra suelta y caliente.

Apenas me estaba quitando el polvo de los pantalones cuando veo a un par corriendo a lo lejos debajo de la sombra de un pirul enorme, fui enseguida, eran dos, y si, eran de mi tío, pero no podía atrapar ambos, así que me decidí ir por el más gordo que corrió y corrió hasta que llegamos a la hacienda abandonada, ahí, entre el chiflido del viento me encontré solo, en un lugar que parecía expandirse o sería que yo me hacía más chiquito. El marrano ni sus luces, ya me iba bien agüitado, pero que me hablan, era una señora, muy arrugada de la cara y con ropas holgadas, que me habla y voy, que me pregunta, ¿qué andas buscando muchacho?, unos marranos que se me perdieron, le dije, no me había dado cuenta que empezaba a oscurecer, aquí no hay nada, vete, que me dice, pero muy enojada, emanaba mala vibra la señora, no ni madres, por aquí pasó un cochino, ya démelo, aquí son bien rateros, la señora me dio la espalda y se fue soltando unas carcajadas que me helaron la sangre, no podía caminar, las piernas me temblaron, puesto que, en cuanto la señora desapareció vi que una bola de fuego se elevaba, se iba, de arriba a abajo, hasta que se convirtió en un puntito brillante que se perdió en la noche, fui corriendo a la casa de mi tío, que ya había recuperado cuatro cochinos, le conté lo de la señora esa, que yo creía que era una bruja, no me creyó y me acusó de andar de flojo y no haber buscado los cochinos que dejé ir, me dijo: mañana mismo te regresas a tu pinche pueblo, aquí nomás no.

Al día siguiente cuando me bajé del camión me encontré una cartera, tenía lo que valía el celular más lo que me habían robado, no tenía identificación, sino claro que la regresaba. Corrí a casa contento, casi lloraba me cae, mi madre estaba viendo la tele y llegué, pateé al gato que estaba en la sala y plantándome entre la televisión y la mirada de mi madre que se perdía un poco entre el cristal de sus lentes le dije casi gritando, ama, un milagro, mira, le enseñé la cartera con el dinero y de inmediato me soltó un sape que de seguro se escuchó en toda la cuadra, ahorita mismo regresas esa cartera, aquí no criamos ladrones, y por más que le platiqué que me la encontré no me creyó, nunca nadie me cree ni madres y ya no les platico más, porque ustedes tampoco me van a creer lo de la llorona que esa noche tocó a la ventana de mi cuarto mientras me la jalaba.


 

Salvador Montediablo

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