El motor del Land Rover empezó a resonar, casi un estruendo en el silencio de la madrugada, según se iba acercando. Paralelamente el estómago se me retorcía de angustia. Tenía el cuerpo cortado y, cuando miraba a mi familia, me daban la impresión de estar envueltos en sentimientos similares a los míos. Rostros solemnes, palabras escuetas y voces atemperadas. Todas las maletas estaban preparadas en el suelo del portal, amontonadas en un rincón para permitirnos el paso. Nosotros de pie. Nos faltaba la calma para sentarnos a esperar.
—Ya está aquí —dijo mi padre, con la misma voz contenida, cuando entreabrió la puerta para asomar la cabeza.
Efectivamente, instantes después, el coche paró junto a nosotros que, cargados de maletas y bolsos, nos habíamos empezado a acercar trémulos, abandonando el portal, la última dependencia de la casa que retuvo nuestra presencia en los peores momentos. Apagamos la luz antes de cerrar la puerta y todo, de pronto, fue totalmente oscuro, sólo la tenue iluminación de las farolas de la calle palió nuestra ceguera. Nos habíamos apresurado a salir. No volvimos la cabeza, sólo estábamos pendientes del coche que nos esperaba en la puerta. No sentimos el tremendo silencio que lo inundó todo con la última vuelta de llave. Ni podríamos ver, en la oscuridad de aquella madrugada otoñal, colarse, por las rendijas de las ventanas, las luces esporádicas que los faros de algún que otro coche madrugador proyectara. La casa quedó sola, vacía, con unos sonidos retumbando en sus paredes que nadie oiría y reflejos que nadie podría apreciar. Dejábamos así, sin más, la casa que nos había albergado, testigo mudo y protector de nuestras vidas, de las dichas y decepciones de un matrimonio joven, mis padres, del nacimiento de sus hijas. Entre sus muros vimos la primera luz. Se quedaba sola y desestimada, sin emitir ni una queja, sabiendo que la próxima persona que hiciera sonar la llave para abrir la puerta y dejara entrar luz por las ventanas, la recorrería sin vivirla, sin infundirle calor, calculando qué finalidad darle para que resultara rentable. Nuestra casa esperaría vencida e impotente su destino, con el único consuelo del recuerdo de los ecos de nuestras voces, que había quedado impreso, por algún tiempo, entre los ladrillos de sus tabiques.
—Buenos días —saludó mi tío por la ventanilla, antes de que el coche se parara por completo. —Ya veo que estáis preparados. Vamos muy bien de tiempo.
Mi inquietud convirtió su voz, siempre potente, fresca y cordial, en un sonido destemplado a aquellas horas de la madrugada. Todos estábamos silenciosos y circunspectos, sólo las palabras justas. Mi tío bajó del coche y echó el brazo por los hombros a mi padre, su hermano.
—Haréis un viaje cómodo. Hoy el tren no debe ir muy lleno.
Mi padre asintió con un gesto y permaneció unos instantes junto a él, después se dispuso a colocar los bultos en la parte de atrás del coche. Estaba pensativo.
—Habrá que poner algo en la baca, aquí no cabe todo —comentó.
—Sí, Enrique lo organizará bien —dijo mi tío mirando al chófer que ya se disponía a quitarle a mi padre algunas maletas para subirlas a lo alto del coche.
Era una madrugada fresca de finales de septiembre. La montaña sobre el pueblo envuelta en una suave bruma. Esta imagen se me clavó en el alma “mañana no podré ver la peña brumosa que empieza a clarearse, según avanza el día, para brillar después en verdes y calizos”. “En adelante, mi paisaje será otro”. Algo se desgajaba en mi vida.
Era cierto que me había ilusionado la noticia de nuestra marcha a Madrid. Mi madre, que se había criado allí, estaba exultante. Se trataba de un traslado que todos habíamos deseado y decidido, pensando que nos daría libertad de movimiento y más oportunidades pero, llegado el momento… No podía compartir con nadie mi angustia aunque intuía que los demás también la sentían, las palabras reafirmarían los sentimientos que toda la familia quería ocultar para no concederles importancia. ¿Quién los habría entendido? Tampoco yo podía entenderme pero empecé a añorar, desde aquel momento, la quietud y la belleza que después me faltarían.
En la penumbra apareció, dispuesto a iniciar su jornada, el vigilante del taller de Explotaciones Forestales. Con un andar tranquilo pasó junto a nosotros, sin fijarse en qué hacíamos, y nos saludó como un día cualquiera.
—Que tengan buen día —dijo.
—Buenos días —le contestamos.
Y siguió su camino tranquilamente, como cualquier otro día. Para todos los habitantes del pueblo éste sería un día cotidiano, no diferente a los demás. Yo lo seguí con la mirada, mientras cargaban el coche, ansiosa por unirme a su cotidianeidad, hasta verle desaparecer. Cuando lo hizo, mis ojos recorrieron la calle, en ambas direcciones, buscando a alguien más en quien diluir mi angustia. Nada. Todo era silencio aparte del ralentí del coche y alguna frase suelta e imprescindible que emitieran nuestras gargantas, entumecidas por el excesivo frío otoñal de aquella mañana y nuestra propia congoja. Una calle vacía, oscura, callada, desolada era todo lo que podía llevarme como último recuerdo. Mi madre me cogió por el brazo.
—Vamos, sube al coche que ya salimos.
Obedecí como salida de una ensoñación. Ya sentada en mi asiento, recorrí todo el entorno con avaricia, queriéndomelo llevar impreso en la retina. La última imagen fue “mi casa”, tan desolada como yo, lo pude sentir a medida que el coche se empezó a mover y me arrancaba de mi lugar de origen. Sabía que, cuando volviera a verla, habríamos cambiado las dos. Ya no seríamos las mismas.
Mari Carmen Fernández Navarro
(Cazorla (Jaén) el 4 de agosto de 1948)
Autora de los libros de relatos: El sol en el arroyo y En el fluir del tiempo. Obras reseñadas por el blog literario Las palabras descarriadas. Coautora de dos libros de ANEAM (Asociación Nacional de Escritores Amateurs): Cruce de caminos, con los relatos Madre, El estallido trágico de la vida y El labrador que creó a Dios. Relatos viajeros con el relato Sólo ella volvió. Publicados también varios relatos en el blog literario Trabalibros. Profesión: Profesora jubilada.
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